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domingo, diciembre 26, 2010

Espumas dispersas...

Publicado sin correcciones. Creo que escrito en el 2002, un vecino que murió a orillas de mar.

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Espumas Dispersas
Manuel avanzó con paso incrédulo hacia la orilla. Lo buscó bajo la llovizna que caía suavemente sobre su cuerpo y perdiéndolo de vista reconoció los lentes de bisagras roídas que descansaban sobre las rocas erosionadas. Con ellos en la mano se quedó mirando hacia el mar cuyas olas se estrellaban violentas mojándole el rostro, que intentó secarse sin conseguirlo. Asimismo tratando de escurrir agua de su pelo ensortijado se peinó con su mano, dio la vuelta y regresó al taxi alejándose nuevamente y vacilando si informar a la policía.
Lo había recogido hacía aproximadamente una hora, frente a una editora periodística, ubicada en la zona norte de Santo Domingo. Eran las cinco de la tarde y estaba nublado. Esperando que abordara, observó por el espejo retrovisor, adherido a su puerta derecha, cómo se acercaba lenta y torpemente como si estuviera tropezando y abría con dificultad la puerta. Un peatón que pasaba, preocupado, trató de ayudarle a entrar, pero este lo rechazó ignorándolo, ayudándose a sí mismo a introducir sus piernas, agarrándolas por las rodillas hasta acomodarse.
-¿Dónde? – preguntó Manuel.
- A la gran avenida que navega junto al mar, escenario de la libertad.
¡Qué ocurrente!, se dijo.
-¿Donde mataron al Jefe? - le siguió el juego.
El pasajero no respondió de inmediato. Frunció el ceño y miró por unos segundos al taxista, sin que este lo advirtiera, a través del espejo retrovisor que colgaba como los binoculares de un telescopio sostenido del techo y precisó:
- No, donde termina la vida de Lincoln en nuestra ciudad.
A seguidas sus ojos se encontraron en el espejo. Manuel observaba los ojos exaltados del pasajero, aunque atribuyó esta impresión al fuerte aumento de las lentes con marcos oscuros y anchos, cuyas bisagras estaban arregladas torpemente con un alambre dorado y corroído.
Lo vio manotear ambos bolsillos de la chaqueta a cuadros que vestía hasta que sacó un sobre que rasgó y del cual extrajo un manuscrito. De sus labios surgió un murmullo que al que estaba atento Manuel: “Mi querido Nicolás, cómo te sientes...”. Este sonido se tornó gutural, cuando Nicolás reparó en la mirada curiosa del taxista.
Al leer la carta de su esposa, residente en Nueva Cork, Nicolás se preguntaba qué había provocado esta demora de información en casi dos meses. Nada usual pues siempre se mantenían en contacto a veces por la vía telefónica, otras por cartas. A pesar de no verla, ni tampoco a los hijos, desde hacía cinco años. Se enteró cómo uno de sus hijos terminaba el período escolar; el otro se graduaba de high school y la más grande egresaba del college investida de Médico. Precisamente hoy 24 de junio, según lo informado en la comunicación sería la graduación. La carta tenía fecha del 2 de mayo. El taxista le oyó murmurar, ahora de forma inteligible: “Maldito servicio de correos...”.
Dobló la carta, la reintrodujo en el sobre y la colocó en el mismo bolsillo. Se movió con dificultad al centro del asiento al sentir las gotas de lluvia que penetraban por el cristal. Buscó como subirlo, y el taxista le pasó un manubrio que intentó insertar en el engranaje correspondiente, pero se le cayó y no intentó recogerlo. Frunció el ceño y miró hacia la calle a través del parabrisa.
-No sabemos adónde iremos a parar. Leí en la prensa que alguien tomó ácido de batería y tuvo una muerte espantosa.
Aunque miró misteriosamente a Nicolás, Manuel asintió y dijo:
-Sí. Debió ser una muerte horrible, violenta y asquerosa.
Al responder pronunció lentamente cada una de las palabras mientras lo veía por el retrovisor deteniendo antes el vehículo por la congestión del tránsito Observó cómo el agente de tránsito se desenvolvía, en sustitución del semáforo sin energía: vestido de verde cañaveral, con un sombrero verde cotorra, tipo vaquero; con guantes blancos de mimo que se movían rápidamente con movimientos hipnóticos indicando a unos conductores que avancen, a otros que paren; y tratando, sin mucho éxito, de desmadejar el lío hecho por todos los conductores pasando al mismo tiempo.
-Aún así mucha gente lo utiliza. Supongo que por su efectividad. Creo que si me entraran ganas de terminar con mi vida me volaría la cabeza, o no sé, algo que sea instantáneo… porque dígame Ud. ¿Por qué agregar una agonía espantosa a la muerte, si uno lo que quiere es terminar rápidamente con tantos sufrimientos?
Parecía que el agente controlaba ya la situación y el tránsito comenzaba a descongestionarse.
-Si se me permitiera una opinión, diría que mucha gente toma esa decisión para no prolongar el lío mental que se hace cuando pierde el control. Y creo, ¡Dios me libre de algo así! --hizo la señal de la cruz-- que buscan soluciones tan horribles a su vida, utilizando por ejemplo el ácido de batería, tal vez luego de haberlo intentado sin éxito por otras vías. Para mí, una persona que no se ha podido suicidar, y lo ha intentado varias veces, lo hace aposta, realmente no quiere morir.
Cuando miró por el retrovisor vio al pasajero cabizbajo mostrando su opaca y morena calva sobre la que se distinguía una cicatriz, larga como un ciempiés, además de unos hilillos plateados que poblaban escasamente el entorno de sus orejas. A seguidas lo vio levantar la cabeza, con intenciones de hablar por sus labios carnosos y estrujados. El bigote en forma de brocha, cenizo, ancho y tupido, parecía estar sostenido por la nariz ancha y bola.
-No debería Ud. hablar así.
Nicolás se quedó meditando qué decir. Un nudo se formó en su garganta que le impidió continuar. Pensó cómo este impertinente sin saberlo había tocado un fibra muy vulnerable de su ser. Sí, lo había intentado ya dos veces y se perdió en los desafortunados recuerdos de esos fracasos.
La primera vez fue con veneno para ratas. Hacía cuatro años, pero un familiar que le daba vueltas frecuentes, llegó a tiempo para impedirlo. Al verlo convulsionando lo llevó a la emergencia de un hospital cercano y lo salvaron, con la ayuda de algunos vecinos, que luego creyeron haberlo salvado.
Dos años después se arrojó al vacío desde su apartamento, ubicado en un sexto piso, y sólo se lesionó una costilla. Había tomado la precaución de atarse un televisor a su pierna con una cuerda antes de arrojarlo a través de las persianas de su habitación, sin las celosías, que había quitado previamente, y sobre cuyo dintel se paró temerariamente esperando ser arrastrado a la muerte. En vez de caer libre y pesadamente estrellándose contra el pavimento, cayó sobre el techo de su propio vehículo que lo salvó. En su inconsciencia le pareció escuchar, a los parroquianos que lo asistieron, que si la caída hubiera sido accidental, de seguro habría muerto, luego escucharía estas expresiones susurradas reiteradamente en sus oídos, sin poder hacer nada para evitarlo.
Cada fracaso en sus intentos le costó un tratamiento psiquiátrico, que en lugar de mejorarlo, lo empeoraba y deprimían aún más. Lo obligaban a depender de terceros, se sentía impotente y drogado. Sacó un medicamento a base de litio, que miró con intenciones de destapar, pero que arrojó por la ventana. Dio un vistazo fuera y observó una valla apostada en la esquina, donde se iniciaba la construcción de una plaza comercial. Debajo de ella, cerca del contén, observó tirado entre la basura acumulada un bloque de cemento.
El taxista por su parte miraba detenido cómo el tránsito mejoraba y esperaba ansioso que el agente le diera paso, ya que estaban cerca de su destino. Salió de su ensimismamiento al notar que arrojó algo por la ventana.
-Señor, con todo el respeto que me merece, no debería lanzar cosas por la ventana. ¡Mire qué ciudad más asquerosa! –levanta el dedo y lo gira apuntando alrededor-- ¡por eso es que no salimos del subdesarrollo!. Lo mejor es que luego vamos a otros países y somos residentes ejemplares, respetamos las leyes, aprendemos sus idiomas y nos adaptamos rápidamente; porque a los que no ya sabemos lo que les pasa: cárcel o deportaciones. Pero aquí cada cual ensucia la ciudad y espera que el estado se encargue del asunto. Ese mal es de familia, mal criados como somos. A mis niños les digo que mantengan sus habitaciones arregladas, que hagan sus esfuerzos, aún cuando tengan alguien que lo haga por ellos. No se les puede hacer la vida tan fácil. Aquí cada quien hace lo que le viene en ganas. Yo mismo tenía esa costumbre... –el pasajero abre la puerta, y dejándola abierta sale torpemente--- ¡Hey… si quiere salir, debe pagarme…! ¿qué hace?.
Nicolás manoteó en el aire, indicándole que esperase. El taxista pensó que su indignación surtió el efecto que buscaba y el señor recogería lo que arrojó por la ventana. Se sintió satisfecho, pensó que al llamar la atención a un señor de edad avanzada, que a pesar de parecer bebido o quizá loco, parecía distinguido en su porte, había puesto un granito de arena para mejorar esta sociedad. No obstante, para asegurarse que era esto y no una burla, colocó su mano en el manubrio para abrir la puerta, dispuesto a salir con un bate de béisbol que llevaba debajo del asiento, y que en caso de que lo quisiera cubear, lo persuadiría a pagar lo debido por el servicio.
Minutos más tarde observó que aunque regresaba, no lo hacía con el misterioso objeto que lanzó a la calle, sino con un bloque de cemento, que agregaba torpeza a sus pasos y que traía con mucho esfuerzo hacia el carro.
Mientras caminaba en dirección al taxi, Nicolás pensaba en la carta no recibida oportunamente y en la vida relativamente feliz de sus hijos y esposa, cuando eran una verdadera familia. Esta última se había negado a regresar junto a él, cinco años antes de vuelta a Santo Domingo.
-He decidido que regresemos a Santo Domingo. Acá en Nueva York hemos logrado el American Dream. Nuestra carrera ha sido exitosa, pero temo por nuestros hijos, que la violencia, las drogas y vicios que rondan por doquier, los agarre y convierta en inútiles. Necesitamos darle una costumbre más tradicional. Ya tenemos unos ahorros que nos garantizan una buena vida, hemos adquirido algunas propiedades, además, en Santo Domingo la educación es más económica. Creo que viviremos bien y además, en nuestro país, pues este nunca lo será…
Ella lo escuchaba incrédula mientras miraba apenada la venda que cubría la herida en su cabeza, que de seguro provocó esta reacción que ella definió de alocada propuesta. No lo dejó terminar.
-¿Recomenzar nuestra vida en Santo Domingo? Cómo puedes pensar en esa opción, ya tenemos diez años aquí y como dices triunfamos, logramos sí, “el sueño americano”. Y eso, que no resultó fácil, a pesar de la mala vida que tuvimos por tantos años cuidando viejos, fregando platos, trabajando en factorías por miserables salarios. Esa vida azarosa y mezquina de emigrantes. Ahora después de construir juntos nuestro mundo quieres regresar a ese país de pobreza, faltas de instituciones donde ni educación existe, y no tienes servicios básicos estables y garantizados ni teniendo los pesos en el bolsillo para pagarlos. Pero aún con ese peso, ¿crees que por esos chelitos ahorrados y propiedades que dan renta viviremos mejor? A pesar de los vicios, la violencia e inseguridad, aquí me siento mejor. Esa parte de esta dura vida, que siempre ha estado aunque nunca habíamos sufrimos en carne propia hasta ahora, no es motivo para partir. Nuestros niños se beneficiarán en mejor grado aquí… no, no estoy de acuerdo: yo y los niños nos quedamos.
Nicolás le restó importancia, se recostó, cerró sus ojos y esperó un tiempo a que se calmara. Ya habían tenido una discusión parecida cuando vivían en Santo Domingo y le comunicaba sus planes de migración a Nueva York, él primero, para establecerse; ella y los niños para reunirse posteriormente. Entonces los tres niños tenían 8, 3 y 2 años de edad. Así que marchó con su maleta llena de sueños e ilusiones a la metrópolis más pujante de su tiempo: dos años después cumplió sus planes y los trajo. Como periodista logró una buena posición representando al periódico dominicano Duarte del cual era director.
Nunca imaginó que el peligro estuviera tan de cerca. No olvidaba aquella noche maldita, causante de la precipitación de su decisión y de la herida más profunda jamás infligida a su ser: el mejor amigo de su hijo lo atrajo cerca del building donde vivía, a un callejón oscuro y húmedo, gimiendo, fingiendo haber sido atacado. Al llegar en su ayuda, preocupado, el maldito se incorporó, llamó a sus amigotes miembros de una ganga de drogadictos, vándalos de la calle y para evitar que escapara lo hirió con una navaja, lo pateó y le habló en forma brutal. Nunca lo denunció. Temió por su vida, la de sus hijos, su familia. Cómo olvidarlo. Le dolió tan profundamente, que la herida aún le palpita al recordarlo. Comprendió que hay cosas que el tiempo es incapaz de borrar.
Un motivo: si se lo hubiera dicho a su esposa esa verdad, sino hubiera callado, quizás lo habría comprendido y estaría ahora aquí, con él. Nunca lo hizo. Cinco años después sabe por cartas que su hijo se va bien y se acaba graduaba, con honores del High School, y su universidad garantizada gracias a una beca por sus grandes dotes como pitcher abridor en el equipo de béisbol. Ahora reconocía que nadie sabe lo que la fortuna tiene reservado a los hombres, y que a pesar de la aparente indiferencia, crudeza o suavidad con que sentimos, sólo el tiempo tiene la última palabra al revelar sus designios. Su hijo le manifestó los peligros que había corrido con el amigo, apenas un año antes, y se había liberado gracias a haberle escuchado. En esa confesión le informó cómo habían enviado al joven sicario, antes su amigo, de regreso a Santo Domingo maquillado, y listo para ser velado, tras una balacera donde resultó muerto por la policía neoyorquina.
Se quedó esperando a su familia. Pasó un año. Dos años. Soportaba mal tal indiferencia, entonces fue cuando comprendió que no tenía opción. Tres años solo. Ya no los vería nuevamente. Sólo, en su apartamento, ya no tenía metas porqué luchar, ni el calor que necesitaba para vivir. Cuatro años. Cinco años. Como aquél que oculto en una habitación, donde no entra el sol, y donde reina la humedad, se enfría y enmohece poco a poco, así su cuerpo se resentía por esa falta de calor y la indiferencia de quienes ansiaba al menos sus visitas. Entonces pensó, si lo tenía postrado a esta soledad, que la mejor solución era el suicidio.
Se reintrodujo en el taxi, entrando primero el bloque, y no sin esfuerzo, se sentó y ayudó a sus piernas a acomodarse. Manuel, aliviado lo observó entrar y soltando el bate, le preguntó:
-¿Para qué quiere ese bloque amigo?
-No es de su incumbencia, le pago por un servicio. Ud. habla demasiado. Limítese a llevarme dónde le indiqué y luego haga lo que le venga en gana.
Se hizo un largo silencio, Manuel no esperaba ese insulto, pero lo aceptó. Se lo merecía. Quizás por esa misma causa renunció a su antiguo trabajo. Hacía un par de años se había hecho profesional con los honores más altos de su promoción. Al principio no consiguió trabajo, siempre se preguntó para qué requería este país de profesionales si no conseguirían dónde ejercer y demostrar su competencia, pero tampoco se creaban oportunidades para permitirle desarrollar una empresa propia. En ese entonces se empleó por un sueldo de bracero, sueldo que ahora paga él a su doméstica, gracias a este oficio. Ni él ni su esposa paraban en casa. Hambriento de un empleo digno, no aceptó la cátedra universitaria, a pesar de que lo habían llamado para impartirla. Nunca se lamentó. Siempre se preguntó qué habría aportado a sus alumnos, si no tenía la experiencia para agregar valor por cima de unos libros de texto, cuya memorización no era suficiente. No duró mucho en ese empleo donde se sintió superior a sus supervisores, pues esto sus soluciones no se reconocían ni en los ingresos, ni en el interés de ayudarlo a progresar.
Fue entonces que decidió incursionar como taxista. Al principio la sintió como una ocupación humillante. Le tocó prestar servicios a algunos de sus amigos y compañeros de estudios, egresados en la misma promoción, a quien siempre honraron. Sin embargo, este sentimiento de inferioridad, lo afectó por poco tiempo. Era su propio empleador, y el dinero era bueno. Pensó que sus actuaciones no tenían consecuencia en nadie, le era indiferente a quién prestaba servicios, quién entraba o salía, adónde los llevaba o qué hacían, siempre y cuando lo respetaran.
Pensaba que podía aguantar este modo de vida en lo que terminaran los trámites de residencia en New York. Se había casado con una joven con quien se sentía feliz y satisfecho, era profesional e hija de padres americanos. Con ella procreó un par de lindos niños de tres y un años. Soñaba con New York, encontraré buenas oportunidades se decía, sé inglés, una profesión, no será difícil. Lamentaba tener que partir, hubiera preferido aplicar sus conocimientos y triunfar en su terruño natal. Se motivaba continuamente diciéndose que no estaba mal lo de taxista, mientras tanto. Un empleo de poco capital y dónde no son necesarias ni la cortesía, ni la amabilidad. Pocos le dirigían la palabra y eso estaba bien con él. Cada quién en lo suyo. El tiempo le dio la razón.
Sin embargo, algo magnético lo obligaba a intervenir, pensó: “este cliente es diferente”. Le costaba trabajo ignorar su misteriosa conducta. Aunque al principio lo pensó, advirtió que no estaba borracho, y no respiraba alcohol. Pero decidió no entrometerse, realmente no le importaba, ya pronto lo dejaría y continuaría su rutina diaria.
Con alivio, observó que por fin avanzaban bajo el manoteo histérico del agente de tránsito, que sostenía con su mano derecha, como una represa que detenía el caudal de un río, el tránsito del otro extremo, mientras con la izquierda parecía remar en contra de la corriente del río ya desbordado y fuera de control. Y finalmente, como en un bote, Manuel pasó justo a su lado, cuando ya se disponía a levantar la mano para represar la corriente sobre la cual ya se alejaba flotando en pos de su destino.
Nicolás se quitó con dificultad la correa de sus pantalones y la enroscó en sí misma a través de la hebilla, formando una argolla por donde metió su muñeca. Luego ató el otro extremo al pesado bloque de cemento, mientras el taxi se acercaba al malecón, donde concluía la Av. Abraham Lincoln.
Allí, pidió al taxista que parara y le pagó con un billete por el doble de lo cobrado sin esperar la vuelta. Se escuchaba el tamborileo suave y persistente dentro de la cabina del taxi. Así que Manuel, observando cómo la suave lluvia caía impertinente pensó que hubiera sido mejor dejarlo en otro lugar para que se guareciera. Se ahorró otro boche. No se atrevió a opinar. Recapacitó diciéndose que mientras más rápido saliera de este pasajero, mejor.
Se quedó presentando el cambio en la mano, ignorado por Nicolás que salía con su bloque. Así que dispuesto a partir, luego del señor salir y cerrar la puerta, aceleró lentamente, pero curioso por la actitud sospechosa que advirtió. En la medida en que se alejaba observó cómo, bajo la lluvia, que comenzaba a tamborilear fuerte en su techo, caminaba torpemente entre tropiezos cargando con la mano derecha el pesado bloque que lo mantenía ladeado, y se fijó particularmente en la correa que lo ataba al brazo. Un escalofrío le corrió por la espalda, y sospechando que algo terrible ocurriría decidió dar reversa. Lo vio dar una zancada para rebasar los bancos en forma de “m” que se repetían infinitamente prolongándose por toda la avenida, que servía de frontera entre los acantilados y la acera. Se parqueó. Salió del carro. Corrió hacia el acantilado a impedir lo peor. Entonces, mientras el resplandor del sol se ocultaba tras una masa algodonada de contrastes grises, vio a Nicolás por última vez en la orilla de los acantilados, con el bloque sostenido sobre su cabeza. En ese momento una ola gigantesca chocó contra las rocas y una gran neblina de espumas dispersas lo ocultó. FIN. Junio 2002.

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